“Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”.
Con esta expresión, tomada del Evangelio de San Mateo (2, 2), los magos de Oriente, conducidos por la estrella de Belén, llegaron hasta Jerusalén preguntando dónde estaba el Niño.
La escena es recreada por un rey Herodes, inquieto ante la respuesta de los sumos sacerdotes y escribas, quienes constataron a la luz de la Palabra de Dios, que el lugar de nacimiento del niño era Belén. Con pretensiones exclusivamente humanas, centradas en lo material, en lo vacío, el rey tenía un interés que quedó frustrado pues su intención no estaba acorde con el plan de Dios.
Fue así como conducidos por Dios, vieron al niño y con Él a María, su madre, y a San José. Ofrendándole incienso, mirra y oro, lo contemplaron y lo adoraron.
Conociendo Dios el querer de Herodes, los condujo hacia su tierra por otro camino.
Celebrar la fiesta de la epifanía (que significa la manifestación de Dios al mundo) es para los cristianos una ocasión especial de encuentro con Dios: aquel que espera ya no regalos o presentes de tipo material, sino corazones y vidas consagradas a Él. Un Dios que desde la humildad del pesebre enseña que el apego a lo material solamente deja como resultado una vida sin sentido y vacía, que no trasciende ni se supera, sino que se limita y fracasa.
El Señor se manifiesta constantemente en la vida del ser humano: solo basta mirar de manera profunda a cada persona, cada acontecimiento, cada lugar o situación.
Redactada por: John Edison Gómez Atehortúa. Profesional de Pastoral y Bienestar.