A los sagrados corazones de Jesús y María

“La palabra corazón despierta en nosotros, antes que nada, la idea del órgano vital que palpita en nuestro pecho y del que sabemos, aunque quizás vagamente, que está íntimamente conectado no sólo con nuestra vida física, sino también con nuestra vida moral y emocional” (Bainvel, 2021). Por ello no en pocas ocasiones solemos apelar a este órgano vital para hacer introspección y analizar nuestra conducta interna y frente a los demás. Jesús, aunque en los primeros siglos de la era cristiana se le quiso hacer ver solamente como divino y por tanto de cuerpo aparente, fue verdadero Dios y verdadero Hombre, y por eso, tuvo un corazón que por amor a los hombres y a su salvación sangró hasta derramar su última gota no solo de sangre sino de agua como relata San Juan el capítulo 19.

Así, se va dando toda una tradición de veneración al corazón de Jesús, y luego al de María, pues como todo hijo es un gran reflejo de sus padres, no podían los cristianos más que venerar el corazón de esta gran mujer que educó tan humanamente a su hijo. María es dentro de la muchas Iglesias, y especialmente de la católica, un pleno ejemplo del amor de Jesús por el género humano. Es reflejo del amor de Dios que se posa al pie de nuestras miserias como María al pie de la cruz para que sepamos que, en medio del caos, está el viento suave que sintió Elías, para calmar el alma y orientar el corazón a Dios.

Meditar en el Sagrado Corazón de Jesús y en el Inmaculado Corazón de María es pensarnos otra vez humanamente en Dios. Es darnos cuenta de lo obvio: que todos somos lo mismo, seres humanos. He aquí el principal motivo de unidad y de protección del otro, pues para destruir la vida y la dignidad de un ser humano,

se necesita otro sin conciencia, sin Dios; se necesita no tener amor, no tener corazón. Pues la vida acaba cuando el corazón deja de latir, pero en Dios sabemos que cuando le sucede esto a Jesús, es cuando ha comenzado una vida digna y plena en Él que nos ha redimido en el Sagrado Corazón de su unigénito.

Por:

Faustino Mendoza Corrales

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